martes, 5 de mayo de 2009

TERCER DÍA, ARRÉS-RUESTA (miércoles, 29 de abril) 29 kilómetros

Desayunamos tranquilamente en El Granero del Conde y sobre las nueve de la mañana estábamos listos para hacer la foto del día y salir caminando. Jaime llegó enseguida, pues los de la posada fueron a Puente la Reina de Jaca a por pan y de paso lo trajeron.

Irache no empezó el día muy bien. Le dolía la rodilla antes de empezar y hubo quien pensó que así no podía seguir, pero no contaba con su aguante y su extraordinario tesón. La cuesta inicial de bajada de Arrés fue dura para ella, aunque poco a poco se fue entonando y del tema no volvió a hablarse.

Salimos de nuevo con la fresca en medio de un paisaje agradable y atravesando campos de cereal y de colza. No era una etapa díficil sobre el papel, si bien la realidad siempre es otra cosa. El perfil del camino no oscilaba pero las subidas y bajadas se hicieron costosas en varias ocasiones. Como durante todo el camino no íbamos a atravesar ningún pueblo en el que tomar un refrigerio, la posadera de Arrés nos había hecho unos bocatas sorpresa por aquello de que dejamos a su elección el contenido, con el requisito de que no fueran todos iguales.

A las doce, después de atravesar un nuevo río, ya estábamos dando cuenta de ellos, al menos de la mitad de ellos, y bromeando sobre los dos que nos habían tocado a cada uno. Un rato más tarde haríamos una segunda parada para tomar el resto de los bocatas y descansar un poco.

Cerca ya de Ruesta disfrutamos de uno de los parajes más agradables de todo el camino aragonés: una antigua calzada romana sombreada por enormes arbustos de boj y grandes acebos que lograban ocultar el cielo.

Fue de agradecer porque en ese momento salió el sol y hacía bastante calor. Fueron varios kilómetros en este plan con el pantano de Yesa a nuestra derecha y la sensación de pasear bajo palio. La pena era el estado del muro que bordeaba el camino, caído a tramos, lo que dificultaba el caminar y, sobre todo, anticipaba que pasado algún tiempo puede que no quede de él ni rastro.
Estábamos un tanto expectantes por el funcionamiento del albergue de Ruesta. Habíamos leído que el pueblo estaba abandonado y que la Confederación Hidrográfica había cedido dos edificios con este fin al sindicato CGT, organización situada a la izquierda de la izquierda sindical. Al parecer su objetivo es recuperar el conjunto del pueblo, una labor encomiable pero ciertamente complicada, como descubrimos tras pasear de forma secreta por sus calles.

Y digo secreta porque está prohibido y cerrado con vallas para evitar accidentes dada su avanzado estado de ruina. Nuestra entrada en el albergue fue gloriosa. La primera pared del pueblo estaba llena de consignas de todo tipo, como corresponde a un reducto cegetero. Además, el encargado nos echó un pequeño mitin un tanto infantil cuando se le preguntó por el pantano: «Es cosa de Franco, que era el que hacía estas cosas». En esa línea. La respuesta del grupo, por boca de Álvaro, no se hizo esperar. Cuando le pidió el DNI dijo que era ácrata y que no lo llevaba, y que tampoco era cosa de que se lo pidieran en un centro de la CGT. El chico no se lo tomó a bien y tuvimos que suavizar la situación. El interior del albergue era un poco como todos, normalito, lo mismo que los baños. Los edificios por fuera, en cambio, una maravilla. Pasamos gran parte de la tarde en uno de ellos disfrutando de una vista de valles arbolados y del sol, que se dignó acompañarnos, mientras tomábamos unas cañas y, de paso, poníamos los piés al sol.

Después encontramos a una persona automarginada de la sociedad que aspiraba a conseguir una casa en ruinas para recuperarla y quedarse a vivir. Con él, con el alberguero y con el cocinero, otro personaje curioso, mantuvimos una charla sobre la forma de vida en la sociedad, la necesidad de regresar al campo y como nos «estabulan» en las ciudades (en los pisos) para que cumplamos determinados objetivos y roles sociales. De alguna manera recordó etapas quizás de la Universidad, pero en ese marco pasamos un rato diferente. En cualquier caso, hablaban con aparente convencimiento. Por lo demás, el cocinero era un cocinillas con conocimientos de cierto nivel. Quizás por eso para unos peregrinos que se han pasado el día caminando y tienen hambre preparó una sopita (rica pero inconsistente) y un par filetitos de lomo a la naranja con rodajas de piña con raciones de pan algo escasas. Todo estaba bueno pero pienso que más de uno hubiera preferido los habituales espaguetis con un segundo de pollo con patatas, o algo así. Tras la cena estuvimos un rato al aire libre, poco porque hacía ya fresco, al ritmo de una música que parecía marca de la casa. Tras ello, a dormir.

Antes de cenar habíamos recorrido el pueblo guiados por el personaje que pretendía vivir al margen de la sociedad (no nos dijo como se financiaba, pues trabajar no parecía, pero consumir –fumar, comer y beber- si) y fue una suerte. Sin él no habríamos sabido como penetrar en su interior, y merecía la pena. Están en pie, muchas sin tejado, grandes casonas, dos torres del castillo de las seis originales, y gran parte de las calles de un pueblo con orígenes árabes y casi un milenio de historia. Construidos en la cresta de dos barrancos, desde la parte superior hay una vista excepcional del pantano, cuyo recrecimiento en 14 metros es la bicha de la gente de la comarca. Si se lleva a cabo anegará todavía más tierras de cultivo y forzará nuevas emigraciones. Las pintadas contrarias nos habían acompañado toda la jornada y a instancias del alberguero firmamos una alegación contra este recrecimiento. En la visita estuvimos con la concejala francesa del pueblo cercano a Lille, Thérese, y comprobamos que era una entendida en los caminos de Santiago. Había recorrido el de la Plata, el francés por supuesto, el portugués (¡había dormido en el albergue de Redondela y se sorprendió al saber que estaba hablando con gente de la villa!) y ahora venía desde Toulouse. Por su aspecto estaba más que jubilada, aunque con unas condiciones físicas aparentemente muy buenas.

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